lunes, 16 de febrero de 2015

EL HÉROE EN SU DIQUE

“La desobediencia es el verdadero fundamento de la libertad. Los obedientes deben ser esclavos”.
(Henry David Thoreau)


    
      Decía el poeta griego Cavafis que “Lo importante es el camino”. En los tiempos actuales se hace difícil evaluar el recóndito camino que nos queda por recorrer si ya resulta una tarea ardua desbrozar el espinoso sendero por el que ahora transitamos, tan lleno de trampas y emboscadas que uno siente cómo su mayor anhelo, la libertad, se encuentra seriamente amenazada. Son muchos los tics autoritarios que encontramos en una sociedad carente de referentes humanistas, de verdaderos luchadores por los derechos civiles, y en donde el pensamiento libre ha sido sustituido por el credo de alguna doctrina política o fundamentalista (sólo hay que escuchar los programas de tertulias en las que chillan más que un cerdo en el día de San Martín, y las diarias trifulcas políticas). Al menos yo no encuentro la pulsión, no siento el pálpito, tal vez algunos estertores, siempre confusión.


      
      Era necesario que Erich Fromm lo subrayara en su magistral ensayo “El miedo a la libertad”, pues el hombre, tras creerse liberado de las cadenas de la sociedad tradicional, abrazó con absoluto descaro la esclavitud de la sociedad de consumo y la estandarización cultural, acertando plenamente en su diagnóstico: “El peligro del pasado era que los hombres fueran esclavos, pero el peligro del futuro es que los hombres se conviertan en robots, en meros autómatas”. En un mundo como este sólo existen dos tipos de individuos: el de pensamiento libre y actitud crítica e independiente y el que forma parte de una inmensa mayoría temerosa, sumisa y conformista que ha dejado el pensamiento a un lado para recitar una doctrina que hace propia pero que sólo es una síntesis de lo que otros piensan impulsados por algún interés. Medroso, se refugia en absurdos decálogos para no sentirse desplazado ni inseguro, acepta cualquier ideología en detrimento de su capacidad crítica.


    
     Personalmente, el hombre que se refugia en las masas no me resulta atractivo (me viene a la mente la corrupta democracia imaginada por Jorge Semprún para la magnífica película de Costa Gavras “Z”, en donde un tipo utiliza a la muchedumbre como parapeto para cometer con total impunidad un brutal crimen), siento por él un desdén que posiblemente a veces se transforme en compasión. El individualismo se nos aparece como una opción suicida en el desalentador marco de una sociedad adocenada y contaminada por los intereses y la diarrea verbal de sus respectivos gurús, que aceptan de buen grado los aplausos y la docilidad de sus siervos con la seguridad de que lo único que les hace estar ahí, mostrándoles su incondicional apoyo, es su debilidad, una aguda astenia intelectual que les obliga a huir de la soledad en la que se sienten desplazados. Resulta al menos paradójico que el hombre se sienta fuerte e integrado formando parte de una mayoría, cuando es precisamente desde esa posición donde nos muestra de forma más transparente su carácter frágil y su fracaso como individuo que ha desistido de su propia realización personal. La crisis de nuestra civilización está fundamentada en gran medida en la propensión del hombre para evadirse de su libertad, su insignificancia se hace patente de manera desoladora y amarga en el concierto de una sociedad industrializada y en las constantes demoledoras de una democracia que sólo atiende al individuo como un átomo imperceptible que es parte inherente de una masa amorfa que resulta fácil controlar.


        
       El tiempo todo lo destruye, y como decía el Dr. Luther King, tal vez sólo nos quede ya luchar por un final en donde se nos esté permitido soñar, un tiempo en donde el hombre, además de sobrevivir con sus impulsos naturales y mecánicos, sea plenamente consciente del expansivo vacío moral que deja como legado cuando rehúye la libertad. El miedo es igual de tangible y transferible en los regímenes totalitarios que en las modernas democracias, la única gran diferencia estriba en los métodos más o menos sutiles de sometimiento, pero está claro que en ambos se busca la conformidad automática con tal procacidad que muchas dictaduras se han instaurado a través de impolutos procesos democráticos sin que se note mucho el cambio. He comentado en alguna ocasión que mi mayor frustración es haber nacido y crecido en un tiempo de cobardes, y conozco a muchas personas cuya ceguera y necedad les hace tener como mayor aspiración ser persuadidos y guiados por alguna de esas sectas políticas que repican el engañoso mantra “Por un mundo mejor”. Pero yo sólo suspiro por el héroe que ha construido un dique para mantenerse a salvo de tanta mansedumbre y mediocridad, el hombre en su dimensión histórica, metafísica y existencial, el hombre que se niega a dejarse arrastrar por el miedo y se resiste a ser manipulado por las estrategias de distracción de esos que crean problemas para después ofrecer soluciones, el único capaz de comprender que las instituciones deben estar al servicio de los ciudadanos y no al contrario, y que alzándose por encima de tanta ignorancia y estupidez, escupe con rabia una verdad que a nadie debe asustar: “un gobierno no debe de tener más poder que el que sus ciudadanos le estén dispuestos a conceder”. La verdadera esencia de una democracia inalcanzable.



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