“La desobediencia es el verdadero fundamento de la libertad.
Los obedientes deben ser esclavos”.
(Henry David Thoreau)
Decía el poeta griego Cavafis que “Lo
importante es el camino”. En los tiempos actuales se hace difícil evaluar el
recóndito camino que nos queda por recorrer si ya resulta una tarea ardua
desbrozar el espinoso sendero por el que ahora transitamos, tan lleno de
trampas y emboscadas que uno siente cómo su mayor anhelo, la libertad, se
encuentra seriamente amenazada. Son muchos los tics autoritarios que
encontramos en una sociedad carente de referentes humanistas, de verdaderos
luchadores por los derechos civiles, y en donde el pensamiento libre ha sido
sustituido por el credo de alguna doctrina política o fundamentalista (sólo hay
que escuchar los programas de tertulias en las que chillan más que un cerdo en
el día de San Martín, y las diarias trifulcas políticas). Al menos yo no
encuentro la pulsión, no siento el pálpito, tal vez algunos estertores, siempre
confusión.
Era necesario que Erich Fromm lo subrayara
en su magistral ensayo “El miedo a la
libertad”, pues el hombre, tras creerse liberado de las cadenas de la
sociedad tradicional, abrazó con absoluto descaro la esclavitud de la sociedad
de consumo y la estandarización cultural, acertando plenamente en su
diagnóstico: “El peligro del pasado era que los hombres fueran esclavos, pero
el peligro del futuro es que los hombres se conviertan en robots, en meros
autómatas”. En un mundo como este sólo existen dos tipos de individuos: el de
pensamiento libre y actitud crítica e independiente y el que forma parte de una
inmensa mayoría temerosa, sumisa y conformista que ha dejado el pensamiento a
un lado para recitar una doctrina que hace propia pero que sólo es una síntesis
de lo que otros piensan impulsados por algún interés. Medroso, se refugia en
absurdos decálogos para no sentirse desplazado ni inseguro, acepta cualquier
ideología en detrimento de su capacidad crítica.
Personalmente, el
hombre que se refugia en las masas no me resulta atractivo (me viene a la mente
la corrupta democracia imaginada por Jorge Semprún para la magnífica película
de Costa Gavras “Z”, en donde un tipo
utiliza a la muchedumbre como parapeto para cometer con total impunidad un brutal
crimen), siento por él un desdén que posiblemente a veces se transforme en
compasión. El individualismo se nos aparece como una opción suicida en el
desalentador marco de una sociedad adocenada y contaminada por los intereses y
la diarrea verbal de sus respectivos gurús, que aceptan de buen grado los
aplausos y la docilidad de sus siervos con la seguridad de que lo único que les
hace estar ahí, mostrándoles su incondicional apoyo, es su debilidad, una aguda
astenia intelectual que les obliga a huir de la soledad en la que se sienten
desplazados. Resulta al menos paradójico que el hombre se sienta fuerte e
integrado formando parte de una mayoría, cuando es precisamente desde esa
posición donde nos muestra de forma más transparente su carácter frágil y su
fracaso como individuo que ha desistido de su propia realización personal. La
crisis de nuestra civilización está fundamentada en gran medida en la
propensión del hombre para evadirse de su libertad, su insignificancia se hace
patente de manera desoladora y amarga en el concierto de una sociedad
industrializada y en las constantes demoledoras de una democracia que sólo
atiende al individuo como un átomo imperceptible que es parte inherente de una
masa amorfa que resulta fácil controlar.
El tiempo todo lo
destruye, y como decía el Dr. Luther King, tal vez sólo nos quede ya luchar por
un final en donde se nos esté permitido soñar, un tiempo en donde el hombre,
además de sobrevivir con sus impulsos naturales y mecánicos, sea plenamente
consciente del expansivo vacío moral que deja como legado cuando rehúye la
libertad. El miedo es igual de tangible y transferible en los regímenes
totalitarios que en las modernas democracias, la única gran diferencia estriba
en los métodos más o menos sutiles de sometimiento, pero está claro que en
ambos se busca la conformidad automática con tal procacidad que muchas
dictaduras se han instaurado a través de impolutos procesos democráticos sin
que se note mucho el cambio. He comentado en alguna ocasión que mi mayor
frustración es haber nacido y crecido en un tiempo de cobardes, y conozco a
muchas personas cuya ceguera y necedad les hace tener como mayor aspiración ser
persuadidos y guiados por alguna de esas sectas políticas que repican el
engañoso mantra “Por un mundo mejor”. Pero yo sólo suspiro por el héroe que ha construido
un dique para mantenerse a salvo de tanta mansedumbre y mediocridad, el hombre
en su dimensión histórica, metafísica y existencial, el hombre que se niega a
dejarse arrastrar por el miedo y se resiste a ser manipulado por las
estrategias de distracción de esos que crean problemas para después ofrecer
soluciones, el único capaz de comprender que las instituciones deben estar al
servicio de los ciudadanos y no al contrario, y que alzándose por encima de tanta
ignorancia y estupidez, escupe con rabia una verdad que a nadie debe asustar: “un
gobierno no debe de tener más poder que el que sus ciudadanos le estén
dispuestos a conceder”. La verdadera esencia de una democracia inalcanzable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario