sábado, 14 de febrero de 2015

“EL CASO PATRICIA HERAS”: ESTÍMULO PARA EL ASCO.

 “El caso Patricia Heras” se remonta a un aciago 4 de febrero de 2006, cuando esta mujer de 32 años que había llegado desde su ciudad natal, Madrid, hacía sólo unos meses, salió de fiesta con un amigo. Horas más tarde, cuando volvían a casa en bicicleta, Patricia y su amigo tuvieron un pequeño accidente. Él se dio un golpe en la cabeza y Patricia sólo tenía unas leves rozaduras. Un automovilista que pasaba por allí se paró para auxiliarles y decidieron llamar a una ambulancia que les dejó en el Hospital del Mar. Es entonces cuando comienza una historia pesadillesca que sólo puede ocurrir en un país bananero controlado por un estado policial y una ciudad con unas instituciones corrompidas hasta la médula.  

         En el hospital, Patricia esperaba en la sala de urgencias mientras su compañero era atendido. En la sala había una inusual actividad aquella noche, ya que poco antes se habían producido unos enfrentamientos entre “okupas” y agentes de la Guardia Urbana en un antiguo teatro ocupado en la calle Sant Pere Mes Baix. El desalojo dejó un balance de nueve detenidos y varios agentes heridos, uno de los cuáles acabó en estado vegetativo tras recibir una pedrada en la cabeza. Mientras los médicos y personal sanitario se afanaban atendiendo a los heridos, miembros de la Guardia Urbana vieron a Patricia sentada esperando también ser atendida. Inmediatamente fue detenida. ¿Por qué? Patricia, que estudiaba filología en la Universidad de Barcelona y que poco tiempo antes se había hecho un corte de pelo punk dejando su cabeza como una especie de tablero de ajedrez, respondía al perfil y la estética “okupa” que lucían todos los detenidos.



      Como este es un país en el que la justicia (aunque sea corrupta) importa más que la verdad, de nada valió que la joven insistiera en su inocencia y los testigos que podían apoyarla, que alegara que nunca había puesto los pies en aquel viejo teatro y que no   formaba parte de ningún colectivo “okupa”, que no podían detenerla sólo por su indumentaria antisistema y su peculiar corte de pelo. Pero si no se impone la verdad es imposible que se imparta justicia y su suerte estaba ya echada. Si no viviéramos en un país que ha degradado hasta los límites del terror y la vergüenza la libertad y los derechos civiles, una simple y serena comprobación hubiera dado por zanjado el asunto y demostrado que lo que contaba Patricia se ajustaba a la verdad. Por el contrario, en 2008 fue condenada a tres años de prisión por la Audiencia de Barcelona, pena que fue ratificada por el Tribunal Supremo. En abril de 2011, durante un permiso penitenciario (desde enero de ese mismo año sólo acudía a dormir a la prisión de mujeres Wad-Ras), Patricia Heras dejó de luchar, no soportó la presión y se tiró  por la ventana del séptimo piso donde vivía. Si tuviéramos que señalar a los máximos responsables de la cadena de trágicos despropósitos que acabó con el suicidio de la joven universitaria, cargarían con la mayor culpa el Ayuntamiento de Barcelona a cargo de Joan Clos y la Guardia Urbana a su servicio.

       Pero la culpa, como demuestra el magnífico documental Ciutat morta (Xavier Artigas, Xapo Ortega, 2014) toca también de lleno a los tribunales que la sentenciaron y a los medios de comunicación catalanes con su repugnante silencio y desinformación, siempre tan esclavos de las ubres del poder: TV3, La Vanguardia, El Periódico y otros medios son señalados como piezas clave para el triunfo de la injusticia y la impunidad. El documental se hace eco del infame montaje que dio lugar a aquellos terribles acontecimientos y que alcanza unas escalofriantes dimensiones con la implicación  de las más grandes estructuras del poder, teniendo como fondo (y ahí se encuentra el meollo, la almendra, la piedra rosetta del asunto) los oscuros planes urbanísticos del Ayuntamiento de Barcelona.


           Vengo denunciando desde hace tiempo el grave riesgo que corre la libertad en un país donde el poder ejerce un control abusivo e intolerable y la corrupción política, policial y judicial amenaza los derechos fundamentales que deben regir en un estado de derecho: las torturas silenciadas (atención al informe de Amnistía Internacional), la justicia “preventiva”, la manipulación de pruebas y testimonios espurios, la imputación como condena, los prejuicios morales, raciales o estéticos, las denuncias falsas, las mentiras y los sobornos institucionales, los silencios cómplices y el deterioro de unas instituciones que deberían ser esenciales para la armonía y convivencia cívica y que, convertidas en nauseabundos pozos fecales, no son dignas de los ciudadanos que las mantienen y les dan de comer. “El caso Patricia Heras” o “4-F” es la perfecta metáfora de un tiempo y un país que será condenado por la historia como uno de los más asquerosos ejemplos de sociedad capitalista sin escrúpulos, aunque ya lo está para todos los que nunca creímos que el disfraz de impostada democracia podría disimular los desmanes fascistas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario