jueves, 7 de enero de 2016

ESPAÑA BAJO EL TERROR DE LOS ZOMBIS


    Podría engañarme y dejarme arrastrar por las mareas de la ilusión que escupen en las costas de nuestra política un náufrago cada día. No lo haré porque yo también he ayudado a construir este país y es probable que pueda ser testigo de su destrucción; el relativismo siempre deriva en decadencia, desprecio o indiferencia. Como aficionado a la literatura y el cine fantástico y de terror, la figura del zombi se eleva como uno de los monstruos sagrados del género que tiene su etimología y origen en ese enigmático país que es Haití, y cuya representación es la de un desastrado y pútrido cadáver que como consecuencia de algún ritual o hechizo vuelve a la vida. Su figura la popularizó el maestro George A. Romero con la mítica película de 1968 “La noche de los muertos vivientes”.
      

     
      La política española se ha convertido en una nueva versión aún más barata de aquel clásico rodado con un puñado de dólares, en un cochambroso remake de serie Z cuyos principales protagonistas, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Artur Mas, llevan desde las pasadas elecciones bailando una danza macabra que, como bien ha definido Rajoy, tiene como entelequia formar un gobierno de “amplio espectro”, pues eso es lo que parecen todos esos macilentos líderes tras sus respectivos fracasos en los pasados comicios. Al presidente en funciones, tras regalar al país cuatro años de catastróficas desdichas, le hemos visto mover el esqueleto en la Nochevieja al ritmo del gran hit titulado “Mi gran noche”, cantado por ese otro incombustible espectro llamado Raphael. Pero el bullicio y gozadera de la fiesta no ha podido ocultar su soledad tras una horrible legislatura en donde ha quemado todos los puentes para el diálogo y negó a Susana Díaz lo que ahora suplica para sí mismo. A este muerto viviente que vive sus últimos estertores en la mansión encantada de Moncloaville y lanza rimbombantes y vaporosos mensajes (“un pacto por la unidad, la estabilidad y el progreso económico de España”) no le hemos oído la mínima autocrítica, ni tiene intención de dar un paso atrás ni asumir su responsabilidad por hacer caer el tormento y la cruz del sacrificio sobre los más necesitados. Tan imposible como un dolor de muelas en un desdentado, será que algún día llegue a reconocer que su gestión no tuvo ningún mérito porque así gobierna cualquiera. Al zombi Rajoy no le importaría recorrer de rodillas el sendero que le separa de aquella casa al lado del cementerio donde moran las huestes de no muertos del partido socialista y eviscerar definitivamente a un partido que se desangra y que tiene ya más pasado que futuro.


        Una dramática situación la del centenario partido cuyo único responsable es otro muerto viviente llamado Pedro Sánchez y sus fieles escuderos César Luena y Antonio Hernando. Culpables por atomizar su partido con esperpénticas ocurrencias que han sido como estacas en el cerebro para su imposible resurrección. Sánchez vive desde hace mucho tiempo con un precipicio al frente y los lobos a la espalda, una encrucijada de la que no saldrá vivo políticamente porque esa jauría le devorará antes de que anteponga su interés personal. Es difícil ser más torpe y manejar peor los tiempos contrariando con sus mensajes a los popes más veteranos del partido y dinamitando con sus encarnizados enfrentamientos a la Federación Socialista Madrileña, a la que ha marginado para dar preferencia a una tránsfuga y a una ex comandante del ejército. Una operación suicida que ha dejado sin asiento en el congreso al siempre cabal Eduardo Madina, precisamente su rival en las primarias. El paladín socialista no ha parado de pegarse tiros en los pies hasta dejarse los pinreles como muñones y arrastrarse por un laberinto de trampas cuya meta final es una jaula en la que Susana Díaz entregará al vulgo su cabeza como trofeo. Su obsesión es formar una coalición “Frankenstein” que convertirá al PSOE en humo de una memoria colectiva con destino a los libros de historia.
     


     El otro zombi político es Artur Mas, rehén de la CUP hasta que la formación antisistema le ha pegado una patada en sus posaderas burguesas. Es, con mucho, el no muerto más grotesco porque los 
culpables del desastre catalán no son esos pijos revolucionarios de asamblea y vaso de plástico, sino la hedionda burguesía a la que él pertenece y que fue la que diseminó la deplorable especie “España nos roba”, que les sirvió para ganar adeptos para la causa independentista entre las hordas de zombis histéricos que finalmente huyen de su mal fario y leprosería y han puesto los clavos a su ataúd. Dentro de la herrumbrosa política nacional, Mas sobresale como diana de las más hirientes chirigotas y ve como su público se está cansando de adoctrinamientos y lavados de conciencia, de naderías y vaciedades, de una historia falsa y un ejercicio revisionista que haría sonrojar a cualquier cachorro de Marine Le Pen mientras los asuntos que importan siguen sin solución. El prócer del mentón desafiante es un gafe que todo lo que toca lo convierte en chatarra de un desguace a donde irán a parar sus huesos sin posible reciclaje. Su última hazaña ha sido cargarse a su partido que sólo es ya el funesto testimonio de su espíritu de enterrador.

    

     
     La España bajo el terror de los zombis se retroalimenta de nuestros miedos, mansedumbres y necedades, de una eterna pubertad democrática que busca esencias en la mediocridad, en esos hospitales deshabitados del alma donde todo lo nuevo nace muerto porque viejas son las ideas con que todo ha sido fecundado. Como Jack Torrance en el espectral y claustrofóbico hotel Overlook, nuestros políticos sufren una progresiva alteración de la personalidad, y  deslizan con sigilo los zapatos hasta encontrar ese bucle melancólico y cainita que nos haga dar vueltas en espiral para cogernos de la pechera,   confrontar el aliento y volver al punto de partida. Porque es la guerra lo que en verdad nos la pone dura. La guerra y  los automatismos de ese dedo acusador que apunta: “y tú, más”. 


lunes, 4 de enero de 2016

LA RUINA

      

     Tras conocerse la tormenta perfecta que salió de las Elecciones Generales del 20-D, se viene imponiendo una corriente de opinión que viene a decir que el pueblo se ha equivocado votando lo que votó de forma excéntrica, caprichosa e inconsciente. No seré yo quien afirme que el pueblo nunca se equivoca cuando la historia nos ha enseñado que algunos dictadores y genocidas llegaron al poder con la anuencia de todos los poderes fácticos y el apoyo mayoritario de los ciudadanos en las urnas. Partiendo de este hecho irrefutable, habría que preguntar a todos los profetas del Apocalipsis que propagan esa especie desde postulados dogmáticos fácilmente identificables si el pueblo también se equivocó cuando otorgó una mayoría aplastante al PP en las elecciones de 2011 para inmediatamente escupir y pisotear el programa con el que concurrieron a esas elecciones, pasar el rodillo a golpe de decreto ley, sacar adelante una reforma laboral que sólo ha servido para hacer más ricos a los ricos, recortar salarios y derechos, vestir con andrajos a los trabajadores y todo para poner la rúbrica funesta a una legislatura que  deja un 21% de paro. Que los exégetas del partido conservador no se molesten en responder, yo les daré la respuesta: “El pueblo nunca se equivoca si el resultado de las urnas nos favorece ampliamente”. Lo más hiriente es que siguen sin hacer autocrítica, sin asumir que todo el peso de la crisis ha recaído sobre las clases medias y humildes, que se podían haber ejecutado reformas menos drásticas y caciquiles, que su gestión no tiene ningún mérito y que así gobierna cualquiera.

     Había que ser muy ilusos o vivir de espaldas a la realidad de la calle si realmente pensaban que todo lo ejecutado les iba a salir gratis mientras la sanguijuela de la corrupción sobrevivía adherida a la yugular del partido y los datos caían sobre nosotros como un alud de nieve convirtiendo en detritus  nuestra miseria: 20 ricos españoles tienen lo mismo que 14 millones de trabajadores pobres. La corrupción es el peor enemigo del desarrollo y sólo hay que echar un vistazo a las hemerotecas y consultar nuestro pasado reciente para comprobar que  políticos de un bando y de otro han navegado por las sucias aguas de esas cloacas con una impunidad inquietante. Pero, si se empeñan,  hablemos de justicia. ¿Alguien cree de verdad que vivimos en una democracia plena cuando la maldita Ley D´Hondt impide que todos los votos valgan lo mismo? ¿Es justo que formaciones como IU necesiten 460.000 votos para conseguir un escaño cuando el PP y el PSOE sólo necesitan 58.000 y 61.000 respectivamente para adjudicárselo? Así, no es extraño que esta desigual y repugnante ley sea el método de reparto de escaños preferido por los dos grandes partidos de nuestro país y se nieguen a abrir el melón de una reforma de la ley electoral. Injusticias como ésta son las que acabaron convirtiéndome en un abstencionista convencido y me alejaron de las hordas de zombis que se niegan a entender que si no hay igualdad lo que llaman democracia  es una farsa. Bueno, esto y que tal vez asimilé muy pronto lo que dijo Václav Havel, el único referente político que reconozco: “La política se va convirtiendo en un campo de batalla entre lobbistas. Los medios trivializan los problemas graves. Con frecuencia, la democracia parece un juego virtual para consumidores, en vez de un trabajo serio para ciudadanos serios”.

       Desgraciadamente, y aunque tengo un concepto muy laxo de la decencia, no hay lugar para la ironía cuando de lo que hablamos es de una democracia de muy baja calidad, sin mecanismos eficaces que permitan al pueblo estafado derrocar al gobierno de turno antes de que se consume la tragedia, con partidos que creen que la legitimidad de los votos les otorga carta blanca para cometer cualquier tropelía y políticos que gozan de aforamientos y privilegios tan insultantes como esa espléndida pensión vitalicia por ejercer como senador o diputado durante siete años. Vivimos momentos emocionantes, y será curioso ver cómo el Señor de los Líos enrolla la desbaratada madeja mientras sus cada vez más escasas terminales mediáticas siguen acusando al pueblo de  no haber estado a la altura de los grandes desafíos, de votar por despecho como la amante traicionada, de haber comprado el criterio para sus votos en la tienda de verduras de cualquier televisión; argumentos pueriles si uno tiene en cuenta la mediocridad y nula sensibilidad de quienes han sido incapaces de comprender nuestra enorme desilusión. Una cacofonía insufrible enfrentada al ruido de las carracas de los que desean trocear España como una ternera en la gran caldereta de las tribus.

      Y todo dará igual. Y se volverán a tirar de nuevo los dados y volveremos a perder. Y se harán concesiones, pactos, componendas, camas redondas y el sistema lo soportará todo porque esta mascarada de democracia siempre habilita cauces para la supervivencia de ese club elitista que forman los políticos, pues la ciudadanía con sus votos entiende que eso es más importante que la justicia, la igualdad, el progreso, la convivencia y la libertad. Y la alegre muchachada se volverá a reunir del brazo de sus mayores y en graciosa armonía se plantarán de nuevo ante una mesa electoral para celebrar la fiesta de la democracia y su ingrávida madurez. Sin comprender que con su complicidad bendicen el sistema que denuncian y fortalecen todo lo que ya está pervertido, sin la prudencia de la reflexión requerida y sin realmente calibrar que lo que persiguen los poderes políticos no es la transformación y el progreso de la sociedad, sino su propio interés personal y partidista, la conquista del poder y la manipulación de todo el aparataje de la administración del Estado.

      Se acercó mi hijo de 18 años para contarme cómo le había ido en el “acto supremo” de la pérdida de su virginidad electoral. Molesto,  me reprobó:
-Papa, no me escuchas.

-Le miré con todo el amor y la ternura con que un padre es capaz de mirar a su hijo, y no me atreví a decirle que lo que me estaba relatando era su propia ruina.