Incluso para alguien como yo, que manejo un blog de cine y
erotismo, resulta difícil entender un fenómeno que ha convulsionado el
imaginario colectivo femenino sin discriminación de clases en nuestra sensible
sociedad. Más si uno piensa que, ausente del relato y, por supuesto de la
película, el acto de la sodomización (tan ligado al ritual del BDSM) y
eliminada la escena comprometida del tampón que Chistian Grey le quita a
Anastasia como preámbulo de una de sus tibias sesiones sadomaso, todo queda en
un sonrojante teatro adornado con ataduras y unos azotes. Vamos, en un pueril
gatillazo. Y es que, amigos lectores, son mujeres el público principal en la
mayoría de las salas, un reflejo del perfil de lectores de que devoró la
trilogía de E. L. James, dejando alojadas en lo más íntimo de sus mentes unas
fantasías infantiles muy poco transgresoras. Ellas serán testigos de cómo en
esta adaptación a la pantalla grande se han dulcificado y descontextualizado
algunas secuencias eróticas hasta despojarlas de cualquier cariz impío y
embriagarlas con el perfume de un cuento de hadas. Como apuntaba, no sé lo que
la gente busca en este pastelazo en un mundo atiborrado de porno. No lo sé,
pero si algo consigue la película es usurpar al sexo de su deliciosa chispa y
su disfrute natural y espontáneo.
Anastasia Steele (Dakota Johnson) es
una estudiante de literatura de la Universidad de Washington (Seattle) que
recibe el encargo de entrevistar al popular y joven empresario Christian Grey (Jamie Dornan) un
millonario de 27 años que deja a Anastasia impresionada con su fuerte atractivo
y magnetismo. La inocente e inexperta Ana intenta olvidarlo, pero no lo
consigue. Cuando la pareja, por fin, inicia un tórrido romance, a Ana le
sorprende las peculiares prácticas eróticas de Grey, al tiempo que descubre los
límites de sus más oscuros deseos.
Todo eso, entre
comillas. Siendo sincero, pocas cosas pueden sorprender a alguien que, como el
abajo firmante haya crecido en las salas de cine viendo El último tango en París,
El
imperio de los sentidos, Crash, Fóllame o las más
recientes El Anticristo o Ninphomaniac. La directora Sam Taylor-Johnson, que demostró
talento en su anterior película Nowhere Boy (2009) un magnífico
biopic sobre la infancia y adolescencia de John Lennon, templa en exceso el pulso
para que la película puede ser degustada hasta por las más ancianas mamás, y se
supone que la coartada es el sexo, pero eso es algo que aquí está muy diluido,
tanto como la forma rácana, fugaz de mostrar los desnudos en el gozo de unas
prácticas sexuales poco abruptas y nada estimulantes. Que ningún espectador
busque en Cincuenta sombras de Grey la descriptiva representación de un sexo
guarro, aquí todo huele a perfume caro, a spot largo e insufrible, nadie gime de
forma bestial ni chorrea placer, las bragas están impolutas y los planos de
genitales brillan por su ausencia, y si uno espera que encontrar a los
personajes exhaustos tras alcanzar el límite del paroxismo, Christian Grey le
sorprenderá con un magistral solo de piano, así de sibarita es este macho alfa.
¿De dónde la viene la inspiración? No importa, sabe camuflar sus traumas, tiene
mucho dinero y toda reticencia, incluso la nula química entre la pareja, acaba
vencida por ese don, el verdadero fundamento de toda esta mierda.
Cincuenta
sombras de Grey es un film aburrido, que es lo peor que se puede decir
de una película, superficial y ridículo en incontables tramos de su extenso
metraje, que tiene el mérito de convertir a la en su tiempo tan polémica como
mediocre 9 semanas y media en una obra maestra. Tan cruel y hortera en su esteticismo rimbombante como plomiza es su
línea de diálogos, verborrea sincopada de una relación que se inicia como un
contrato de mínimos y máximos de unos juegos sadomasoquistas convertidos en
toda aspiración de unas vidas mediocres que se aferran a la única rama del
acantilado para no enfrentarse al vacío
de su existencia; el masoquismo lo sufre el que se sienta en la butaca y el
sadismo lo ejerce la mano que te sirve el ticket de la entrada. Luego están los
intérpretes, con un Jamie Dornan excesivamente pétreo y el torso desnudo para
presumir de musculatura pues tiene imposible hacerlo de sus dotes artísticas; y
una Dakota Johnson (que no tiene, precisamente, lo que se podría calificar como
un cuerpo de infarto) penalizada en su rol por sus esfuerzos de contención en
su afán de representar a una chica apocada, frágil y cohibida, sin darse cuenta
de que cuando más nos gusta es cuando se emborracha, extravía su mirada, se
muerde el labio y sus gestos se contraen dejando entrar en erupción su volcán uterino.
Me la trae al pairo lo que piensen sobre
el asunto del bondage y la sumisión las asociaciones feministas, lo que me molesta
es la asepsia quirúrgica de la función, que todo resulte tan falso y tramposo,
su carencia absoluta de oscuridad y quebranto… Nada que ver con el espectáculo grotesque que protagonizaron Carmen de
Mairena derramando placeres sobre un Dinio confundido.